jueves, 17 de marzo de 2016

La hija del último Vástago (VI)

Tengo que admitirlo: cuando quiere, Rascador es un grano en el culo tan grande como Erizo. Le quiero como si fuera mi hermano, y del mismo modo que uno aporrea a su hermano cuando le saca de quicio, ahora mismo tocaría todo el maldito himno de guerra Atani usando su cabeza.
- De esta no salimos Ronco - prosiguió con su letanía de proféticas y pesimistas elucubraciones en voz alta. 
- Ya te he oído la primera vez Rascador.
Mi paciencia se está agotando, y cuando eso pasa me convierto en un tirano testarudo y sin humor. Él lo sabe. Tiene que estar muerto de miedo para seguir, incluso arriesgándose a mi enfado. 
- Lo has visto igual que yo. ¿Crees que la llaman la isla de los condenados sin motivo?
Su voz no tiembla, tampoco eleva el tono. Cualquiera que nos oyera diría que estamos teniendo una conversación tan banal como el clima o las tonalidades del estiércol. Pero le conozco bien, y sé que lo único que asusta a este hombre es morir sin haber cumplido con su misión en la vida. A pesar de las canas aún no ha perdido la esperanza de recuperar el esplendor de su herencia familiar. 
- La llaman isla de los condenados porque allí es donde ejecutaban a los traidores. El resto es simplemente superchería, ignorancia y algún que otro guardián puesto por los eternos. 
La voz de la mujer nos recuerda que no estamos solos. Intento fingir algo de dignidad marcial. Carraspeo. Trago saliva. Es un poco difícil cuando en el horizonte una columna enorme de fuego se eleva en los cielos, iluminando todo en leguas a la redonda. Nuestras asustadas caras incluidas. 
- ¿Guardián?
La mujer sonríe como si su comentario fuese lo más evidente del mundo. 
- No he contratado una banda de temibles mercenarios para que me protejan de árboles marchitos.
No claro, somos la carne de cañón. Pues vaya novedad. Rascador me mira inquisitivo. Parece que no tiene muchas ganas de hablar con la Señora y me hace un ademán con la mano. Interpreto mucho mejor su codazo. 
- ¿Y cómo es ese guardián? - pregunto intentando parecer sólo curioso. 
- Viejo, gruñón y peligroso. Es un dragón - aclaró la mujer con indiferencia.
Bien. Un dragón. Decir que nos hemos enfrentado a enemigos peores sería una fanfarronada tan fuera de lugar como incierta. Así que me callo y barrunto lo que implica. Creo que Petaca tiene algo de papel, igual puedo encontrar algo que me sirva de tinta e ir haciendo el testamento. 
Ella sonríe, como si hubiera hecho alguna broma al sellar mis labios. No le veo la maldita gracia a estar seguro de morir en breve. 
- No es necesario que lo derrotéis. Tan sólo tenéis que distraerlo. 
- ¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso Señora? - Espetó iracundo Erizo a su espalda. 
Se había acercado mientras hablábamos a escuchar la conversación. Suele hacerlo. Lo de escuchar a hurtadillas es su especialidad. Por una vez me alegro de que alguien diga lo que pensamos todos, aunque sea de una forma tan poco sutil como la del enano. 
- Eso es tarea vuestra. No sé. Contarle un cuento. 
Exceptuando a Tejo que está al timón, el resto se ha acercado a participar en la charla. Es una suerte, pues apenas podemos contener a Erizo entre Rascador y yo. Agredir a tu empleador no es una buena política. Especialmente antes de cobrar. 
Ella no parece temerle en absoluto. De hecho está ignorando todo el forcejeo, con la vista puesta en la columna de llamas. Tardamos un rato en apaciguar al enano, pero hay argumentos que no admiten mucha discusión. Petaca enfunda su daga antes de dirigirse a la mujer. 
- Creo que es hora de que nos informe un poco más sobre la tarea, señora.
El tono que utiliza para esa última palabra comprende un amplio abanico de significados. Creo que el original es el menos intencionado. 
La hechicera se gira para encararla. En su mirada no hay más que indiferencia. Eso me sorprende, estoy acostumbrado a que los arcanos traten con desdén, con arrogancia. Pero que te miren como si realmente no importaras un comino, es algo distinto. 
- Podría prepara algo de cenar. He encontrado algunas cosas ahí abajo aprovechables. ¿No tenéis hambre?
La buena de Moneda. Como ladrona no sirve para mucho, pero a la hora de aplacar suspicacias y malas intenciones, esas pecas suyas valen más que el oro. Si le añades esa cara inocente que se gasta, la combinación suele ser ganadora en el mayor de los casos. 
- Estupenda idea Moneda. Prepara algo y así hablaremos de los detalles con el estómago lleno. Los demás, ayudar a Moneda. Cuanto antes cenemos, mejor - ordeno con mi mejor tono de conciliación. 
Una vez se han ido no puedo reprimir un escalofrío. El resplandor que desprende la columna de fuego lo empeora sensiblemente. 
Apoyo las manos sobre la barandilla del barco. Suspiro. Tengo una especia de lucha interior que se libra desde hace unas horas. Por un lado siento que debo hacer esto. Pero por otro no sé si arrastrar a mi gente conmigo es lo correcto. 
- Antes de que bajemos a cenar - las palabras se me hacen difíciles - quiero que seas sincera. ¿Tenemos alguna posibilidad?
Ella me mira. No noto lo mismo que cuando lo ha hecho hace unos segundos. Tampoco percibo amor incondicional. Simplemente debo ser una pieza que al menos, no ignora. 
- Es cierto que hay peligro. Pero supongo que eso es demasiado obvio como para recalcarlo. Sin embargo eso no significa que vayáis a morir mañana. Y aunque así fuera, hay cosas peores que la muerte Ronco. 
- Bueno. En este momento no se me ocurren, así que si pudieras precisar un poco más, sería de gran ayuda a la hora de los postres. 
Sonríe de nuevo. Algo dentro de mí se estremece, y ésta vez no es miedo. Aquí estoy yo, hablando de la vida y la muerte, y apenas puedo pensar en otra cosa que no sea esa delgada línea que enmarcan sus labios. 
- Entonces te lo diré cuando lleguen los postres. 
Misterio y más misterio. Al menos he visto algo de humor. Ahí tenemos una pizca de humanidad a la que echarle el lazo. Mi vista se dirige inexorable, a la columna de fuego. Me siento como una polilla atraída por la llama de una vela. Creo que la comparación es muy acertada. El problema es que no sé quién o qué es la vela en este momento. Por desgracia para esta minúscula polilla, ambas pueden quemarme las alas por igual. 
- ¿Al menos me dirás qué es eso?
- Es una señal. Alguien que me debe un favor lo está pagando. 
No quiero ni pensar qué clase de favor se paga con una columna de fuego del tamaño de un templo. 
- ¿Cuál es su propósito?
- Abrir una puerta. El fuego es la llave. 
Madre de los dioses...¿qué clase de puerta necesita una llave así? Demasiadas preguntas con respuestas inquietantes. Debería hacerme caso a mí mismo e ir a comer algo. Espero que Moneda tenga ya lista la cena. Con suerte distraeré la cabeza con otra cosa. 
Pero parece que la suerte no me va a sonreír mucho esta noche.





viernes, 23 de noviembre de 2007

La hija del último vástago (V)

El viento mece al Marea con una suavidad que se me antoja antinatural. Es como si el mismo mar quisiera acariciarnos. Lo malo es que en todos los años en que he sido marino no recuerdo que el mar fuera en absoluto cariñoso con nadie. Me recuerda a un gato que juega con su presa, esperando al momento de dar el zarpazo asesino. La idea de utilizar el barco fue de Erizo. Al fin y al cabo, los muertos carecen de propiedad, y entre todos somos suficientes para manejar la embarcación.
Siempre y cuando no haya complicaciones. A la Señora que nos emplea no parece preocuparle. Desde que zarpamos se mantiene en el castillo de popa, encerrada en el camarote del capitán. De vez en cuando sale y consulta algo en el cielo, como si estuviera vigilando un puchero donde se cuece algo. Espero que no seamos el ingrediente principal.
- ¿Cuánto crees que falta?
- Deberíamos llegar mañana, a mediodía.
Tejo no parece interesado en la respuesta. Mira el oleaje cercano con desconfianza. No le gustan demasiado los espacios abiertos donde no hay árboles. Saca un pequeño pífano que toca siempre que no sabe con qué matar el rato. La melodía es antigua, tradicional. Al parecer habla de los pastos de su tierra natal. Yo siempre la asocio a una hermosa vereda, con arroyos de aguas cristalinas tintineando en una pequeña cascada. A veces me gustaría quedarme en un lugar así. Sentar la cabeza y establecerme, quizás una pequeña granja. Luego veo a los campesinos doblar el espinazo y se me pasan. Mejor muerto en un hueco oscuro con los bolsillos llenos de oro, que encerrado en esa clase de vida. Oigo pasos subir al timón. Es Petaca.
- La Señora quiere verte Ronco – dice con voz pastosa.
- ¿Qué quiere?
- ¿Crees que se lo he preguntado?
Barboto una maldición mientras cedo el timón a Tejo. Empiezo a arrepentirme de haber aceptado el contrato. Muchos clientes se ponen quisquillosos con detalles y peticiones. Los peores son los Arcanos.
La habitación está sumida en la penumbra. Un ligero fulgor despide una luz tenue desde uno de los rincones. Ella está sentada en una silla, con el ventanal a su espalda oculto tras unos pesados cortinajes.
- Me han dicho que querías verme Señora.
- Pasa y siéntate.
En las sombras sus ojos destellan con un tono peculiar. Su voz adquiere un matiz conciliador que me pone en tensión al instante. Obedezco reluctante, pero mis facciones me traicionan lo suficiente para que un par de arrugas le revelen lo que estoy pensando.
- Necesito hablar de ciertos…aspectos del contrato. Su duración para ser exactos.
- Su duración es llevarla a la Isla de Sable. Una vez lleguemos expirará.
- Lo sé – asiente comprensiva – y por eso me gustaría discutir una prolongación de vuestros servicios.
- Eso debo consultarlo.
Su rostro adopta una expresión de confusión demasiado fingida para ser real. Lo peor de caer en la tentación es saber que estás cayendo de cabeza voluntariamente. Sus labios se ensanchan de una forma casi provocadora. La sonrisa de un depredador.
- Creía que eras el jefe.
Frunzo el ceño. Carraspeo. Maldición, sabe jugar. Mis cartas no son una maravilla, y cualquier farol que eche se notará en seguida. Sopeso mis opciones y no me gusta ninguna. Si admito que mi liderazgo es circunstancial caeré en picado ante sus ojos. Si elijo cacarear para demostrar quién es el gallo, caeré en sus redes.
Mi silencio es un subterfugio para ganar tiempo. Mis ojos no pueden apartarse de su rostro, ése óvalo perfecto que me incita a traicionar a los míos sin ningún reparo.
- Consulta pues, Ronco. Pero decidíos pronto. Tengo que prepararme para la llegada.
Arrastro mi dignidad fuera del camarote, aún martilleándome en los oídos el significado de sus palabras. Mi humor comienza a agriarse más de lo debido cuando reúno a todos alrededor del timón. Expongo la situación sin ambages de ningún tipo. Más dinero, más tiempo en la isla maldita.
Nadie excepto Moneda parece contento. Petaca ni siquiera me mira. Se limita a dar otro trago de su sempiterno pellejo, dejando que su indiferencia hable mucho más claro que su habitual balbuceo. Tejo sigue al timón, dando vistazos de vez en cuando al grupo.
- ¿Votamos? – ofrezco en un intento de conciliación.
- Déjalo Ronco. Ya estamos metidos en esto, nos guste o no.
La réplica de Erizo me sacude bien fuerte. Rascador abre la boca, aspira. Luego la cierra y me aprieta el hombro con una mano. Me conoce demasiado bien para abroncarme por algo como esto.

- Aceptamos el trato con una condición.
En principio no parece sorprendida. He elevado la apuesta adrede. Puede que mis cartas sean malas, pero estoy dispuesto a sangrar hasta su último Kraal aumentando el envite.
- Soy toda oídos – responde con media sonrisa.
Inspiro, expiro. Mis dedos se entrelazan a mi espalda, gesto que denota mi nerviosismo. El problema es que no soy capaz de concretar qué lo produce, o en qué proporción, si su hermosa presencia o el lugar a donde me conducen sus párpados entrecerrados.
- ¿Por qué Isla de Sable, qué hay allí?
- Algo de gran valor para mí. No puede venderse – añade al ver mi gesto de mayor interés – es más bien de valor sentimental.
Bien. Ella también eleva su apuesta. Veamos hasta dónde es capaz de llegar.
- Eso también puede evaluarse de forma más mundana. ¿Qué es exactamente?
Su vacilación me confunde. Esperaba que contraatacara rápidamente con una excusa preparada de antemano. Desvía la mirada, posándola en algún lejano momento al que soy completamente ajeno. Casi puedo oler su miedo, cuando habla con voz trémula.
- Son los…restos mortales de mi padre. Murió en esa isla a manos de un oscuro ser que mantiene su espíritu atrapado. Necesito sus restos para rescatarle.
Una lágrima solitaria desciende por la suave curva de su mejilla. Maldita sea, el papel de dama en apuros lo borda. No tengo cartas para seguirla el juego. Sus manos aferran el cayado de ébano con fuerza. Un súbito arranque de ira cincela sus facciones con un odio contenido durante demasiado tiempo.
- Pero lo pagarán…de eso puedes estar seguro Ronco, hasta el último de ellos.
¿Ellos? ¿Ser oscuro? ¿Padre? Comienzo a tener demasiados cabos sueltos entre manos.
- Podrías contarme esa historia, para tener más datos que manejar – sugiero con candidez.
Suspira, recorre su frente con la palma de su mano. De repente no parece la hechicera todopoderosa que muestra al mundo. Está sola, y por lo que estoy viendo, asustada. La combinación perfecta para que su belleza me encadene de forma irremisible. Después de ignorar mi silencio durante un rato me observa. Algo se mueve en su cabeza, algo que la impulsa a confiarme sus cuitas con una resignada sonrisa.
- No creo que conozcas a mi padre.
- Prueba.
- Zael. ¿Te suena?
Glups. Parpadeo. Otro glups aún más audible que el primero. Un sudor frío y pegajoso se extiende por todo mi cuerpo. Zael. Tengo ante mis narices a la mismísima hija del último vástago, sentada como si nada. Un vértigo inquietante y estremecedor amenaza con engullirme, mostrándome el abismo de la inconsciencia como remedio a mis temores. Ya dije que soy supersticioso. Ya dije que no me gustan los sacerdotes. Lo que se me olvidó comentar es que yo fui uno de ellos, y que mi superstición y mi aversión tienen más de una causa. Alguien dijo una vez que la ignorancia es una bendición. No sabe cuánta razón tenía. No puedo ocultar la impresión que me causa ese nombre.
- Eres un mercenario, ¿cómo puedes saber…?
Su sorpresa es genuina. Sin embargo el saber que puede destruirme con un simple gesto de su mano paraliza mis labios, convirtiendo mi lengua en un amasijo hinchado e inútil.
- Cualquier cosa que te hayan contado o que hayas oído no es cierta.
No claro. Seguro que es peor. Lee el miedo, el atronador terror en que se ha convertido mi pulso, y niega con la cabeza. Parece disgustada. Su mirada está llena de tristeza. Una tristeza infinita e intensa, desgarrada, abrumadora. Quizás sea eso lo que me impulsa a hablar.
- He leído los escritos de Ab Shael, los pergaminos de Urrath. He visto con mis propios ojos la corona de nocheoscura y la daga de hueso de Siniestro…- callo al instante al darme cuenta de todo lo que eso implica.
- Así que has visto la daga ceremonial de mi madre…sólo los sacerdotes de Hirun tienen acceso a las reliquias, ¿o es que pensabas robarlas?
Noto el desprecio en cada ademán de sus manos, en cada parpadeo de sus ojos, en cada sílaba mordida con saña. Me gustaría convertirme en algo muy pequeño e invisible, algo que pasara inadvertido y me dejara escapar, escabulléndome sin pensar en mirar atrás.
Su mirada me traspasa como un hierro al rojo, penetrando con su fulgor esmeralda hasta el último recoveco de mi alma. Me gustaría pensar que es la hechicería la que me sondea, pero a ella le basta con un simple vistazo para dejarme desvalido.
- Fuiste sacerdote…Eso explica muchas cosas.
- No todas – replico en un alarde de rebeldía.
Por muy poderosa que sea no es capaz de verlo todo, o no seguiría vivo. Tampoco me apetece forzar mi suerte, así que me retraigo en la silla, intentando evitar que otros terrores del pasado no se sumen al que tengo presente.
- Mi padre fue castigado por rebelarse Ronco, ni más ni menos.
Siempre creí que las confesiones empezaban con lágrimas y suspiros, no con un simple ademán para restar importancia a las palabras. Acaricia el bastón, supongo que un regalo de su progenitor, en un gesto que parece evocar recuerdos de un tiempo lejano.
- Le persiguieron como a un zorro, como sabuesos, por la única razón de no querer obedecer a quienes se decían sus hermanos. Siniestro era su mano derecha, y sufrió el mismo destino. Sin embargo mi madre no se dejó coger viva, no era su estilo. Murió defendiendo a mi padre.
Cualquiera que oyera sus palabras sin saber lo que yo sé pensaría en un gesto noble y heroico, protagonizado por un revolucionario y su amada. Los vástagos son…eran, los hijos de Luna, el señor de la noche. Siete demonios a cada cual más aberrante y sangriento. Apodados por los mismos dones que otorgaban al mundo sometieron a Hedeh a un tormento inimaginable. Orgullo, Lujuria y el resto. Eso ocurrió hace mucho tiempo, hasta que hace treinta años el último de ellos provocó las guerras de la reliquia. Yo participé en aquellas guerras, y ésa es una de las razones por las cuales ya no visto los hábitos.
- ¿Crees que los ancestrales te dejarán hacerlo?
Sopesa la respuesta antes de formularla, intentando mostrar una seguridad que se desvanece con cada subida y bajada de su pecho.
- Tengo que intentarlo.
- ¿Y qué diferencia pueden marcar una pandilla de mercenarios como nosotros?
Mi pregunta es sincera. No es que tenga miedo a lo que pueda significar meterse en problemas con los ancestrales, al fin y al cabo las leyendas están llenas de héroes mortales que desafían a los semidioses. Bueno, la verdad, sí que tengo miedo, pero no es el único factor de la ecuación. Simplemente no creo que podamos otorgar ninguna ayuda a su empresa. Si quiere tener una mínima probabilidad de éxito debería buscar gente más competente.
- Los seguidores de mi padre eran mortales. No veo por qué no pueden serlo los míos.
Su sonrisa me desarma, al igual que el resto de su rostro. Ni siquiera intenta coquetear conmigo. Ahora que ha soltado algo de lastre parece más calmada, más entera. Por los dioses que es bella y a mí me ha ganado sin mover ni una pestaña.
Unos golpes en la puerta me arrancan de mi ensoñación romántica. Es bueno sentirse vivo, aunque estés atrapado en la tela de la araña. El gesto circunspecto de Tejo asoma por la puerta.
- Señora, Ronco. Creo que deberían ver algo.
Su tono es grave, con un leve matiz de miedo. Ambos le seguimos hasta la cubierta. Nada más salir del camarote noto que algo va mal. Demasiada luz ilumina la tablazón del barco, desafiando la oscuridad de la noche.
En el horizonte, a varias millas de distancia, en el lugar que presupongo que es nuestro destino, una pira de fuego se alza como un cuchillo hacia el cielo, lanzando reflejos ambarinos y sombríos sobre todos nosotros. La voz de la mujer me produce un escalofrío que no puedo contener:
- Ya ha comenzado.

domingo, 18 de noviembre de 2007

La hija del último vástago (IV)

¿Padre, padre?
La mujer entornó los párpados ligeramente, estrechándolos hasta convertirlos en dos esmeraldas refulgentes que taladraron en busca de respuestas. Se sentía débil, y sabía que aún pasarían unos minutos antes de que pudiera recuperarse del todo. Notó la proximidad del hombre y su gesto de…intensidad al contemplarla. Debería enfadarse, pero cierto matiz en los rasgos del aquel rudo mercenario, acentuados por un mentón afilado y sin afeitar provocaron cierta afinidad que no supo concretar. Quizás fuera aquel aspecto en apariencia tosco, o quizás fuera la preocupación soterrada que se perfilaba en un par de arrugas de su frente, justo debajo del pelo encanecido, cortado casi al cero.
- ¿Se encuentra bien, señora, eh…señorita? – dijo intentando ayudarla a incorporarse.
Las manos del hombre tropezaron con las telas del vestido, enredándose entre sí y con los pliegues en su afán por no parecer atrevido. La torpeza del hombre y su timidez sorprendieron a la hechicera, quien esperaba un trato menos amable. Los ojos del mercenario la interrogaron tímidamente, descendiendo al poco tiempo, como si estuvieran avergonzados.
- Estoy bien. Sólo necesito un poco de descanso.
Se recostó en el enorme tronco, extendiendo las piernas y cerrando los ojos. Emitió un largo y quejumbroso suspiro, como si quisiera expulsar toda su fatiga mediante ese gesto.
- ¿Podrías darme un poco de agua?
- ¿Eh?
La agudeza mental del hombre descendía en picado ante su proximidad. Sonrió al recordar lo que significaba tratar con gente sencilla. Humanos, mortales.
- Agua. Por favor.
- Sí, sí, claro.
El hombre se acuclilló y le ofreció su pellejo de agua, ayudándole a beber sin derramar el contenido, pues apenas tenía fuerzas para sostener hasta un peso tan liviano. El ruido de varios hombres acercándose provocó una reacción violenta en la mujer, aferrando su cayado con furia y tensando las facciones de forma casi diabólica. Los ojos de él se abrieron como platos al ver que varios zarcillos de color esmeralda surgían de los dedos de la mujer, apretados formando una garra. No podría levantarse, pero le quedaban suficientes recursos para vender caro su pellejo.
- ¡No, quieta, son amigos!
Ella pareció dudar de aquellas palabras. Algo en el ademán suplicante de él la convenció. Los zarcillos se desvanecieron con un pequeño siseo, para alivio del hombre, quien salía al encuentro de los nuevos visitantes. A la vacilante luz de una antorcha clavada en el suelo, pudo ver cómo uno a uno le iban mirando con recelo y aprensión, aunque alguno de ellos añadió curiosidad al conjunto. En total eran media docena, aunque el cálculo fuera un poco desequilibrado por un enano y una muchacha que apenas llegaba a ser una mujer incipiente. Todos vestían ropas harapientas y remendadas, mostraban un aspecto peligroso a la vez que rudimentario, pero la mujer había visto suficientes espadas de alquiler para reconocer que sus armas estaban en perfectas condiciones, y que el huraño comportamiento de algunos de ellos era el de un cansado y resignado veterano.
Hablaron poco, llamándose por apodos en vez de por sus nombres, una costumbre arraigada en bandas de mercenarios y salteadores, pues refuerza el anonimato y el misterio, a la vez que hace más funcional el reconocimiento de sus miembros. El hombre canoso que le había encontrado daba órdenes, aunque no parecía que fuese el jefe. Obedecieron sin rechistar a quien respondía por el nombre de “Ronco”, sobrenombre de lo más acertado por el grave tono de voz de aquel hombre. En apenas unos minutos, encendieron una fogata para alejar el frío de la noche, y el gélido mordisco del relente marino por la mañana. Asaron varias piezas de carne que otro hombre con un enorme arco de madera de tejo trajo consigo tras internarse en la espesura. Al parecer era tan bueno con aquel instrumento que así le llamaban los demás. A él no parecía importarle. La jovenzuela recibía el apelativo de Moneda, y parecía mantener una especial relación con el enano, quien sonreía a menudo, orgulloso de mostrase como su apodo indicaba: pequeño, macizo y lleno de púas que sobresalían por todas partes; Erizo. Los dos últimos integrantes eran un hombre a quien llamaban Rascador, con cierto aire de dignidad perdida, y una mujer que hubiera sido hermosa de no estar constantemente mirando al vacío y bebiendo de un odre gastado y viejo.
- ¿Petaca, vas a querer algún turno es especial?
El que hablaba era Ronco. Estaba planeando los turnos de guardia, de forma que siempre hubiera dos despiertos y el resto durmiendo. Al parecer estaban habituados a una serie de parejas fijas. Observó que Rascador se apostaba en el límite del claro, con la espada desenvainada descansando en su hombro.
La mujer de la melena rubia negó con la cabeza. Por primera vez miró fijamente a la hechicera, como si evaluase a un rival antes de una contienda. Al cabo escupió en el suelo y desvió la vista, concentrada de nuevo en el gollete de su pellejo. Notando que las fuerzas habían regresado, la hechicera se incorporó con ayuda del bastón. Varios de ellos observaron sus evoluciones, en especial Ronco.
- ¿Estáis mejor?
Ella asintió, notando el frío comenzar a erizar el vello de su piel. Frotándose los brazos se acercó al fuego, anhelante de un poco de tibieza que calentara su cuerpo.
Ronco se aproximó hasta quedar en frente de ella. Las llamas producían un curioso reflejo en sus cabellos grises, haciéndolos refulgir apagados, como plata desgastada por el tiempo.
- Mi nombre es Ronco. Ésta es mi tropa. Ése es Tejo, y ella Petaca. El que monta guardia es Rascador, y aquellos dos son Erizo y Moneda – explicó señalando a todos ellos.
Luego hubo una pausa, como si esperaran que ella también se diera a conocer. Esperaron en vano. La hechicera paseó la mirada por todos ellos. En sus ojos no había asomo de comprensión o de simpatía. Destellaban con firmeza, como impulsados por una voluntad inquebrantable escondida tras aquellas hermosas facciones.
- ¿Sois mercenarios?
- Ajá.
Ronco no quiso hacer más comentarios. Cualquier alarde sonaría a bravata, por cierto que fuera. Una extraña idea comenzó a formarse en el fondo de su cabeza; lenta inexorable, germinando poco a poco hasta convertirse en un conato de pensamiento.
- ¿Necesitáis protección? Podemos proporcionarla a un módico precio.
La mirada de la hechicera derivó en una sonrisa sardónica que estrechó sus comisuras. Miraba a Ronco de forma casi divertida, sopesando las posibilidades que encerraban sus próximos pasos.
- ¿Conocéis un sitio llamado Isla de Sable? – preguntó con su voz suavemente modulada.
Ronco tragó saliva antes de contestar. El problema de todo aquello es que empezaba a desear que aquella mujer los empleara. Intensamente. En cuanto los negocios se mezclan con otras cosas, todo empieza a irse al garete. Los demás lo miraron expectantes, esperando a ver qué decía.
- Está muy cerca de aquí, pero no es un lugar recomendable.
- ¿Por qué?
- Porque el que va no vuelve. Y el que vuelve es mejor que no lo hubiera hecho.
Petaca no intentaba ser desagradable, simplemente exponer un hecho. Sin embargo sus palabras no debieron gustar lo suficiente. A nadie se le escapó el ligero rictus que adoptó la hechicera al oírlas.
- Pues yo quiero ir. Y pago bien.
Metió una mano entre sus ropas de color índigo y tomó algo entre los finos dedos. Con un chasquido le lanzó el objeto a Ronco. La hechicera miró al cielo, contemplando las estrellas, trazando las finas líneas que dibujaba la imaginación hasta formar constelaciones y agrupaciones que representaban algo más que meros cúmulos de aéreas luciernagas eternas. Calculó mentalmente antes de volver a hablar.
- Sólo tenemos dos días para llegar allí. Tengo muchas más como ésas esperando a quien me lleve. Decidíos pronto. Con vuestro permiso iré a dormir.
Sin más palabras se recostó en el misterioso tronco, sus manos aferrando el cayado que descansaba en su hombro diestro, la cabeza hundida entre los brazos. Una figura se acercó a ella, revelando el adusto rostro de Rascador. Sin emitir sonido alguno le pasó una manta por los hombros.

- Nos haríamos ricos, ¡ricos! ¿Dónde está el problema?
Maldita sea. Me encantaría pensar como Moneda, pero no puedo. Quiero aceptar, pero no son gemas lo que me impulsa a tomar la decisión. Entiendo los recelos de Erizo y de Tejo, pero tengo que parecer más neutral, no deben notarlo.
- Es una Arcana, Moneda, hay que meditarlo en serio, con detenimiento.
Los demás asienten, dan por hecho que cualquier cosa que decida será evaluada con atención, y tratar con magos es algo que siempre provoca recelo.
- ¿Qué opinas tú Rascador?
- Creo que debemos ayudarla. El dinero es lo de menos, aunque no me opongo a que recompensen mis esfuerzos.
- Un alma noble que acepta dinero, curioso.
- Cállate Erizo.
- Pues que no diga chorradas. Quiere el dinero como todo el mundo, que no se las dé de caritativo que ya nos conocemos.
- Erizo… ¿Qué parte de “cállate” no pillas?
- Lo siento Ronco – admite algo avergonzado – es sólo que no quiero que se confundan términos. Somos mercenarios, no almas bondadosas que piden la voluntad cuando llega la hora de cobrar.
En cierto modo comprendo su turbación. Erizo odia, con todo su empeño, cualquier cosa que huela a magia. Sin embargo odia aún más dejar escapar una oportunidad como ésta. Ha visto las gemas que tiene la hechicera. Es una fortuna. El dilema le produce una urticaria mental que está agriando su ya de por sí amargo carácter.
- La cuestión es qué vamos a hacer. Tenemos dinero para sobrevivir unos meses, pero eso es todo. Luego estaremos igual. Si no estalla un conflicto pronto no tendremos un trabajo decente. Vosotros decidís. Por mi parte yo voto que deberíamos emplearnos.
Mis palabras calan hondo en ellos. No sólo soy el jefe para poder criticarme. En alguna parte de sus volátiles voluntades me toman como un punto de referencia, una especia de brújula de moralidad por la que guiarse.
- Es mucho dinero. Yo estoy dentro.
Moneda era la más fácil de pronosticar. Ya veremos el resto.
- Me da igual lo que diga Erizo. Yo voy por ayudarla – secundó Rascador.
Erizo murmuró algo sobre caballeros andantes y zombis sin cerebros, pero ninguno le hizo caso.
- Maldita sea. Vamos por las piedras, que quede claro. Así podré retirarme y no tener que soportar a ninguno de vosotros, apestosos pies grandes.
- ¿Tejo? – pregunta Moneda, haciendo la cuenta de votos con los dedos, esperanzada.
No somos una maldita democracia. Si hacemos votación normalmente se prefiere la unanimidad. Sólo se acepta que haya un voto en contra si yo estoy a favor de la propuesta. Si Tejo accede no importará lo que diga Petaca.
- No me gusta la idea. Pero tampoco me gusta pasar hambre. Delego en Petaca.
Todos los ojos convergen en ella. Casi se atraganta al darse cuenta de que todos la miramos ansiosos de conocer su opinión.
- Tan sólo una pregunta antes de responder Ronco.
- Adelante.
- ¿Vas por las piedras o por la vaga promesa de otro tipo de recompensa?
- ¿Qué quieres decir? – pregunta confusa Moneda. No puede entender que me interese otra cosa.
- Petaca quiere saber si el que manda está arriba o abajo – aclaró Erizo para mi disgusto.
- Ah.
Debería de barbotar alguna obscenidad del tipo “vete a hacer puñetas”, pero ha dado en el blanco, por lo que me cuesta reaccionar.
- Me lo temía.
Sus palabras hieren mi autoestima más de lo debido. Sin embargo alzo la vista desafiante, y para mi sorpresa, es la comprensión y otro sentimiento los que me reciben.
- Voto a favor – dice.
Y esas palabras aún retumban en mi conciencia, tanto como la certeza de que ese otro sentimiento, era ni más ni menos que compasión. La mirada de una bestia enjaulada a otra que aún está libre, y que se encamina a sabiendas hacia su propia captura.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

La hija del último vástago (III)

Un reniego entrecortado me recibe cuando asomo la cabeza. Petaca está forcejeando con uno de los tripulantes muertos. Al parecer no está tan muerto. Al otro lado surgen Tejo y Erizo, con miradas de asombro al comprobar que los demás marineros también estaban fingiendo. Es más fácil verlo así que contemplar la posibilidad de alzados, eso significaría un nigromante poderoso merodeando, y ya estamos lo bastante asustados. El arco de Tejo comienza a cantar su veloz melodía, pero sus flechas no parecen hacer demasiada mella en los tambaleantes seres que le acechan peligrosamente. Erizo enarbola su letal combinación de martillo y daga de misericordia, aplastando huesos y seccionando tendones y arterias con la habilidad que le caracteriza. El problema es que sus oponentes apenas se ven mermados por sus arteras maniobras.
Desenvaino la espada y la aferro con dos manos. Ya he visto cómo Rascador hundía su acero en una de las criaturas, sin efecto aparente. Desearía tener un hacha a mano.
- ¡Al castillo de popa, rápido!
Todos me obedecen al unísono. Asumen mi liderazgo por una simple razón: no quieren esa responsabilidad para ellos mismos. Es más fácil quejarse que recibir críticas.
- ¡No malgastéis flechas, no les hacen nada! – aconsejo mientras decapito a uno de ellos.
El combate con los alzados es realmente inquietante. No profieren amenazas ni bravatas, no gritan al ser heridos. Se mueven en silencio, buscando la destrucción de todo aquello que se les ponga por delante. Tampoco tienen el seso suficiente para retirarse o ser amedrentados. Es difícil acabar con ellos. Moneda tiene problemas para alcanzar el punto de reunión. Veo por el rabillo del ojo que Petaca ha conseguido zafarse de una manera poco digna de su asaltante, rompiendo uno de sus codos en el proceso. El hueso sobresale de la carne, blancuzco y quebrado, pero eso no parece molestar mucho a su dueño. Tejo ha sacado su sable y se dirige a ayudar a Moneda, quien apenas es capaz de mantener a raya a dos de los tripulantes con su pequeña espada.
- ¡Erizo, echa una mano a Moneda!
Crack, Tudd, gruñidos.
- ¡Voy!
El fragor de la lucha deriva en una serie de jadeos entrecortados, sonidos de carne desgarrada y hendida y cuerpos que caen sobre la tablazón de cubierta. Al caos se une la voz de Petaca, que ha comenzado a cantar a capella una tonada sobre la vida de una espada mellada en manos de un norteño loco.
Poco a poco el número de tripulantes con capacidad motriz disminuye, gracias a los esfuerzos de Tejo y Erizo. Entre los dos han comprendido que los alzados nadan muy mal, y se dedican a empujarlos por la borda con una furia desatada.
Rascador se mantiene a mi lado. Ambos combatimos codo con codo desde hace años. Sabemos cómo movernos en tándem. Juntos formamos un muro infranqueable de afiladas hojas que desafían a cualquiera que se acerque.
Un par de tripulantes han aceptado con demasiado entusiasmo, y ahora nos vemos acorralados contra el bauprés, temiendo por nuestras miserables pero acogedoras vidas.
Varios minutos después somos rescatados por Tejo y Petaca. Estamos agotados y con la adrenalina aún borboteando por nuestras venas.
- ¿Alguien herido? – pregunto con seria preocupación.
Erizo niega con la cabeza cuando le miro. Rascador y Tejo le secundan. Petaca se encoge de hombros mientras vierte un poco de licor sobre unos rasguños que tiene en el antebrazo.
- Nada grave – masculla antes de desinfectar su garganta.
No veo a Moneda.
- ¿Moneda? ¿Alguien ha visto a Moneda?
- La última vez que la vi le dije que se metiera en la bodega Ronco, estará ahí abajo – comenta Erizo mientras limpia sus armas de sangre y vísceras.
Nos acercamos a la entrada de las entrañas del barco con cierta ansiedad. Le hemos tomado cariño a la chiquilla, aunque ninguno de nosotros, hombres rudos y pendencieros, lo admitamos conscientemente.
- ¡Moneda! – grito al descender los peldaños con la espada desnuda.
Su rostro pecoso y sonriente provoca varios suspiros de alivio que todos ignoramos emitir.
- ¿Ya ha acabado todo? – pregunta con su voz delicada, casi infantil.
- Sube mocosa, no hay peligro – contesta Erizo.
Hacemos recuento de nuestras heridas. A parte del rasguño de Petaca, los demás estamos intactos. No ha sido mal balance. Ropas algo más rotas, lo que significa más trabajo para Rascador, pero nada que lamentar.
- Larguémonos de aquí tropa.
El graznido de un par de gaviotas nos despide, anuncio de que volverán al festín que interrumpimos hace un rato.

- ¿Qué has encontrado Tejo?
- Aquí hay un rastro muy claro Ronco. Un par de huellas de alguien humanoide. Lleva cayado y pesa poco. Apostaría a que es una mujer.
- Ya. Y la causante de nuestro reciente combate también – barbota Erizo.
Su desprecio a los Arcanos es incluso mayor que el mío. No puedo culparle, esos malditos lanzaconjuros nos han amargado la vida más de una vez. Aunque la venganza es un pasatiempo que no me importa cultivar, ahora mismo tenemos algo que puede templarnos la sangre: tesoro. Si las gemas que llevamos encima valen lo que dice Petaca que valen, puede que pasemos una temporada sin más altibajos de los necesarios.
- ¿En que dirección van? – pregunta Rascador.
- Se internan hacia Arboleda. Si no hubiéramos venido por la costa las habríamos visto antes. Deben de tener un día y medio más o menos. Dos como mucho.
Genial, sencillamente genial. Ya era malo tener que volver a esa puñetera ciudad, ahora encima habrá viejos desconocidos aguardando en ella. El suspiro brota profundo de mi pecho, coreado por varios resoplidos de Erizo.
- Vamos, con un poco de suerte llegaremos al amanecer a la apertura de puertas – les espoleo. No estoy dispuesto a tardar más de lo necesario.
En algún lugar del universo hay un bufón con demasiadas responsabilidades, un auténtico bromista que se deleita con chistes tan macabros que lo único que se nos ocurre aquí abajo es llamarlos casualidad. No creo que fuese casualidad que varios minutos después nos encontrásemos con media docena de cadáveres de goblins esparcidos por la tierra, entre los arbustos, a la vera del camino. Tejo volvió a arrodillarse para dar su diagnóstico de cazador experto.
- No tienen heridas visibles. Esto huele a hechicería.
Apretamos el paso, cabalgando sin descanso durante varias horas. Una serie de destellos nos obligó a detenernos. Se repitieron, una, dos veces. Tejo encordó el arco, dispuesto a encarar lo que fuera aquello, estaba demasiado cerca. No tenía intención de ser cogido por sorpresa por segunda vez aquel día, así que ordené a los demás que descabalgaran y se escondieran entre los arbustos.
La noche era oscura y sin luna, con un cielo limpio de estrellas. Apenas podía ver mi propia mano cuando apagamos las antorchas. Un frío húmedo nos recordó la escasa distancia entre nosotros y el mar. Me acerqué despacio a Tejo y a Rascador.
- Alguien debería adelantarse a investigar – me dijo Tejo cuando me sintió llegar.
- Acabas de ofrecerte voluntario – le dije sin ningún asomo de humor en la voz – Yo también voy. Rascador, quédate con el grupo. Preparaos para cubrirnos por si las cosas se ponen feas y tenemos que salir a escape.
Juntos, Tejo y yo nos deslizamos entre la maleza y los arbustos. Había algunos árboles, pero eran tan escasos que apenas daban cobertura alguna. De todas formas dudaba de que alguien pudiese vernos. Tropezamos un par de veces entre nosotros. Los destellos continuaron, cada pocos minutos. No parecía que se estuviesen acercando. Conducidos por ellos avanzamos unas decenas de metros más, convencidos de que estábamos cometiendo un error. A cada paso que daba mi corazón latía con la fuerza de un gusano de las arenas encolerizado. Cada pisada era un chillido mental que urgía a volver sobre nuestros pasos, pero sordos a toda razón e instinto proseguimos. Maldita curiosidad.
En el siguiente destello atisbamos algo. Una figura pequeña, humanoide y delgada se hizo visible en el fugaz resplandor. Hubo otro fogonazo, y el inconfundible sonido de un cuerpo cayendo en la tierra le siguió. Nos quedamos paralizados. El silencio era abrumador, acariciándonos con sus dedos cargados de miedo y ansiedad.
- ¿Qué hacemos Ronco?
¿Qué hacemos? A veces ser el jefe conlleva problemas que nadie te enseña a afrontar. Y yo qué sé, tengo ganas de decirle, pero no puedo.
- Acerquémonos un poco más.
No se ve nada, no se oye nada. Creo captar una leve respiración, pero eso es todo.
- Enciende algo, es hora de echar los dados a rodar – le digo a Tejo.
El sonido del pedernal es atronador, casi tanto como el pulso que late salvaje por mis sienes. La curiosidad mató al gato, dicen. Tengo los nudillos blancos de aferrar mi espada con demasiada fuerza. Trago saliva cuando la luz me obliga a parpadear.
Las llamas iluminan un pequeño y angosto claro. En él, enhiesto y desafiante, hay un enorme árbol tallado con innumerables criptogramas místicos que se retuercen a lo largo y ancho del tronco, perdiéndose entre el ramaje que comienza a varios metros del suelo. Al pie hay una mujer joven, de extraña piel pálida y cabellos negros, vestida con una túnica color índigo y sandalias. En su mano sostiene un hermoso cayado de ébano con incrustaciones e inscripciones de plata. Parece inconsciente o desvanecida. Nos acercamos como si su sola presencia quemara. Tejo la toca levemente con la punta de su arco. Al no observar reacción alguna la empuja con suavidad. Nada. Me mira interrogante. En un alarde de estupidez que muchos tomarían por osadía, toco la frente de la mujer. Está ardiendo. Tejo, al comprobar que no me ocurre nada toma su mano y busca el pulso de la muñeca.
- Está viva, creo.
- ¿Crees? – mi voz suena como un graznido en mitad de la nada.
Se agita, murmura algo. Volvemos a avanzar la docena de pasos que hemos retrocedido recelosos. La precaución es un hábito difícil de perder. Tardamos varios minutos en asegurarnos de que no corremos peligro.
- ¿Y ahora qué? – murmura Tejo - ¿La dejamos aquí?
Estoy pensando, aunque no acierto a desviar mis pensamientos de las formas que se muestran a través de la tela, ni del rostro ovalado que las rubrica. Hay cosas en un hombre que se parecen a pensar.
- No es asunto nuestro, y es una Arcana.
No soy lo suficientemente convincente, y Tejo lo nota. A decir verdad estoy deseando que se oponga a semejante razonamiento. Es un juego tan viejo como nuestra amistad.
- Avisaré a los demás. Será mejor que nos preparemos para pasar la noche aquí, no creo que pueda moverse en su estado.
Reprimo mis ganas de darle las gracias a Tejo. Al fin y al cabo, no era mi intención abandonar a esta preciosidad. Continúo contemplando sus facciones, admirando la esbeltez de sus pómulos y los carnosos labios entreabiertos. Casi parecen invitar a…a…
¡Ranta bendita, me está mirando!

lunes, 12 de noviembre de 2007

La hija del último vástago (II)

Un ejército entero de piojos inunda los enmarañados cabellos del hombrecillo, incluidas las barbas entrecanas y largas que enmarcan su boca desdentada. Cada vez que berrea sus desvaríos, los huecos en la dentadura muestran unas encías purulentas, al tiempo que varios salivazos escapan con la misma furia con que su voz desgarra nuestros oídos.
- ¡El tiempo ha llegado, la profecía se ha cumplido, Elshair ha vuelto!
No me gustan los sacerdotes, ni los profetas. Los primeros son los sicarios de unos dioses que se comportan como niños malcriados. Los segundos son pájaros de mal agüero cuyo plumaje apesta. Y éste hiede a varios metros de distancia.
- ¿Por qué no echan a ese saco de pústulas?
La repugnancia de Tejo hacia los profetas es similar a la mía. Una vez alguien predijo su muerte, pero él no le dejó terminar. Ahora no puede volver por allí, tiene precio puesto a su cabeza.
- ¿Y perderse la publicidad gratis? Yo no lo haría.
Intento esquivar al loco mientras nos acercamos a las puertas del templo, pero en el último momento se abalanza sobre mí, aferrándome con sus dedos como garras y esparciendo babas por todo mi rostro al vociferar sus desvaríos.
- ¡Cuidado amigo! ¡Guárdate de la mirada esmeralda y del abrazo de la noche, Elshair conoce tu debilidad y se aprovechará de tus pecados!
Su aliento es peor que su olor corporal. Varios sacerdotes apartan al profeta loco cuando ven mi gesto de desenfundar mi daga. Hay cosas que no soporto.
- Tranquilo Ronco. No merece la pena.
- No me gusta que me babeen Tejo.
Echo una última mirada al chiflado, con la sangre aún encendida. Sin embargo Tejo tiene razón. Lo último que queremos es problemas.
Entramos en el templo con la mezcla adecuada de respeto y miedo. La mayoría de la gente que acude a ellos son unos fanáticos hijos de perra, pidiendo cosas tan dulces como la muerte de sus enemigos y que les concedan la habilidad de segar los campos de batalla. Ésos son los que van con buenas intenciones.
Luego están las comadronas que no tienen nada mejor que hacer que gastar su viudedad entre humos de incienso y velas. La mayoría de ellas tienen un corazón tan retorcido que si pudieran adorarían a Idagaia, la princesa de los asesinos, pero algún extraño sentido de la tradición las obliga a mantenerse fieles a los dioses de sus padres, lo cual hace que los demás vivamos un poquito más de tiempo. Yo nunca dejo de sentir escalofríos cuando me miran a través de sus sobrias ropas y sus narices ganchudas. Sé lo que piensan en realidad.
Finalmente están los muchos y variados azotacalles que no tienen otro sitio donde ir. Se les soporta porque sirven para hacer recados y echarle la culpa a alguien cuando el cepillo aparece vacío. Son alimañas de la caridad, buitres que carroñean en la generosidad de los fieles.
El ambiente ahora mismo es tenso y silencioso. A pesar de la luminosidad que penetra por las intrincadas vidrieras y la miríada de velas dispuestas por todo el lugar, el edificio se me antoja frío y oscuro. Un repentino estremecimiento me sacude como una vieja herida de guerra. Siempre que entro en algún lugar sagrado me sucede lo mismo.
No sé si he dicho que soy algo supersticioso. Bueno. A decir verdad, bastante, supersticioso.
- ¿A quién hacemos la ofrenda esta vez?
- Vaya pregunta Tejo. A Iratha.
- ¿No vas a cambiar nunca? Quiero decir, hay un montón de dioses, y alguno habrá que nos sonría de vez en cuando. ¿Por qué siempre Iratha?
- Porque no quiero necesitar de verdad su protección y sus favores.
Iratha es la diosa de los desamparados y los afligidos. Con que me ignore me doy con un canto en los dientes. Saco la varilla de incienso y el cirio. Tejo enciende uno, yo el otro. Ambos nos apartamos del altar donde se recoge una representación de la diosa, una mujer con cara angelical que entrega una manta y comida a un mendigo. Rezamos en silencio, moviendo apresuradamente unos labios trémulos que apenas desgranan la oración como es debido. Juraría que Tejo ni se sabe la letanía de la caridad, simplemente mueve la boca como si hiciera algo.
Terminamos cuando varios fieles comienzan a entonar una serie de cánticos con voces melodiosas. No desprecio la música, pero ya he cumplido con lo necesario, así que le hago un gesto a Tejo para largarnos.
Alguien se preguntará para qué puñetas hago una ofrenda si no me gustan los dioses. La razón es muy simple. Antes de emprender cualquier iniciativa busco aplacarlos. Me viene a la mente el aviso del profeta, con la súbita sensación irreal de que debería meditarlo.
Ya he dicho que soy supersticioso.

Éstos son los hechos: un barco perdido, media docena de mercenarios harapientos y el aviso de un loco en las puertas de un templo.
La verdad es que nunca he oído a los juglares comenzar una leyenda de esa manera.
Somos aventureros de segunda, tampoco podemos elegir. Viajamos a lo largo de la costa de Punta de Sable durante día y medio, más preocupados por evitar encuentros indeseables, goblins y demás ralea, que de buscar los restos del Marea. Según Erizo ése es el nombre del barco, y era bastante conocido en Arboleda por suministrar telas y utensilios de las ciudades costeras del mar de la Espuma Blanca. Bordeamos el cabo de las Fogatas, justo al lado del paso de Sildragon, con un sol inclemente a nuestras espaldas y los graznidos de las gaviotas como única y excelsa compañía.
¿Quién dijo que viajar era divertido?
A la mañana del día siguiente, el aire se desvaneció por completo, dejando una mar tranquila y plácida que tentaba a darse un chapuzón para alejar el calor. Por lo general evito las distracciones de ese tipo, minan la moral y el espíritu guerrero de los hombres. Bañarse es cosa de Elfos.
Petaca fue la primera en divisar algo. No sé cómo lo hace. Alguien le dijo una vez que los borrachos ven doble. Ella ve el doble de bien que el resto. El barco estaba fondeado en una pequeña cala, anclado y meciéndose indolente en la marea. Dejamos los caballos a una distancia prudencial. Lo suficiente como para evitar que los robasen. Petaca dijo que en el galeón no se veía actividad alguna, por lo que encordamos los arcos. Cuando no ves al peligro es que está acechando. Antes de pisar la cubierta supimos que algo iba mal. Rematadamente mal.
El olor a carne descomponiéndose era otra pista que añadir al elenco de signos aciagos. Las gaviotas que picoteaban los cadáveres de lo que parecía la tripulación tampoco mejoraron la perspectiva de un desastre. Las tablas de la cubierta estaban sembradas de cuerpos rotos y ensangrentados.
- Alguien se ha divertido de lo lindo por aquí – bromeó Erizo.
Cinco furiosos pares de ojos le hicieron enmudecer. Puede ser un auténtico incordio cuando se lo propone. Gracias a los dioses decidió que la discreción era mejor que contraatacar con su habitual retahíla de mordaces improperios. Mediante señas indiqué a Moneda y a Rascador que bajasen a la bodega. El castillo de popa y los camarotes se los dejé a Tejo y a Erizo. Mantuve a Petaca a mi lado en la cubierta. La madera estaba resbaladiza y era difícil sortear los cadáveres, así que ella era la compañía perfecta. Cuando quiere se mueve como un gato.
Un gato que está echándose al coleto un poco de valor con bastantes grados. Agradezco el pegajoso y fuerte líquido que deslizo en mi garganta con la esperanza de que actúe como un revulsivo. Devuelvo el odre a su propietaria, con la mirada puesta en los infelices que yacen a mis pies. Petaca comienza a registrarlos. No es mala idea.
Me uno al saqueo sin demasiadas esperanzas, pero al tercer cuerpo mis ojos se abren como platos. Mis manos topan con algo que al principio tomé por cuentas, pero al abrirla a la luz de la mañana, el destello de varias gemas me deja boquiabierto. No es una fortuna, pero deben valer sus buenos Kraal.
- Déjame ver alguna.
- Claro Petaca, ¿puedes tasarlas?
- Puedo.
Las mira al trasluz, evaluando la intensidad del color y el brillo. Parece un borracho que se ha encontrado un pellejo de vino.
- Son buenas. Ésta son tres barriles por lo menos.
El concepto de dinero no existe para ella. Todo lo que tenga un valor lo mide en litros de vino o cerveza.
- ¿De vino? – pregunto esperanzado.
- De licor de hielo – me responde sonriendo.
Ese brebaje infame los preparan las tribus del norte, es uno de los más caros después de las añadas de vino anteriores a la ascensión de Sir Guillone. Para ella es un néctar que aún no ha conseguido probar. Guardo el resto cuando Rascador asoma la cabeza.
- Ronco, deberías venir a ver esto.
- Ahora mismo.
Al bajar a la bodega, Moneda me tiende una antorcha. Ella lleva otra en la mano. El lugar está lleno de cajas apiladas, sacos y algún que otro cofre con la cerradura reventada.
- No tenía humor para sutilezas – contesta Moneda ante mi muda pregunta.
- Lo interesante está al fondo Ronco.
- Aquí también Rascador. Mirad lo que he encontrado.
Moneda sostiene en la mano una hoja de planta de color escarlata. No se me da bien la botánica, ni cualquier otra cosa que no sea pelear, así que hago un gesto para que me ilustre.
- Son cortezas de sangre – dice como si fuera evidente.
- ¿Y?
- Montones de ellas.
- ¿Y?
- Hay una fortuna ahí atrás Ronco. Éste es el “cargamento valioso” del que hablaba el alcalde.
- ¿Pero qué es, un ingrediente raro para pociones, un componente de sortilegio, qué?
- Son drogas Ronco. Drogas.
La voz de Rascador suena a odio, velado eso sí, pero bastante profundo también.
- Deja eso donde estaba. Ahora.
El mohín de Moneda es pura fachada. Siempre lo hace cuando no le dejo salirse con la suya. Acompaño a Rascador hasta el fondo de la bodega. Allí hay una jaula reventada, los barrotes hechos polvo, como si un gigante de los páramos hubiera pasado el rato practicando caballería con ellos. Varias costras de sangre rodean la jaula.
- ¿Crees que la cosa que había ahí dentro es la responsable de lo de ahí fuera?
- Puede ser Rascador, puede ser.
Un escalofrío recorre todo mi cuerpo, aderezado con un sudor frío que comienza a cubrir toda mi piel.
- Salgamos de aquí antes de comprobarlo por nosotros mismos.
Antes de poner un pie en el peldaño de la escalera, un grito de alerta nos golpea con fuerza.
- ¡Aguanta Petaca, ya vamos!

domingo, 11 de noviembre de 2007

La hija del último vástago (I)

El alcalde de Arboleda me mira como si lo más importante del mundo fuera el moco que cuelga de su desbastada nariz. No me gusta este hombre, no me gusta esta ciudad, ni me gusta esta región. Pero necesitamos el trabajo.
- Lo siento. No necesitamos espadas de alquiler, o arcos, o lo que sea que manejáis. Ya tenemos guardias para encargarse de esas cosas.
La negativa planea sobre nosotros como una nube cargada de truenos y rayos.
- ¿Se refiere a ese hatajo de borrachos que gandulea ahí fuera?
Resulta curiosos que sea Petaca quien lo diga, pero lo cierto es que incluso ella parece más sobria que los despojos uniformados que conforman la guardia de Arboleda. Tampoco es cuestión de quitarles el trabajo, pero no creo que sean capaces de luchar contra algo más peligroso que una resaca.
El alcalde me mira con una intensidad miserable, casi disculpándose. Parece un cordero recién esquilado.
- De todas formas no hay dinero para contrataros.
Oigo ligeros golpecitos a mi espalda. Tejo debe de estar reprimiendo las ganas de barbotar algo ofensivo, pero la charla que le he dado antes de entrar sobre buena conducta ante la autoridad parece que todavía le refrena. Erizo carraspea también, haciéndose eco de la incomodidad de su compañero.
- ¿Cuánto vale la vida de sus ciudadanos, alcalde?
- Déjalo Moneda, ni siquiera tiene para un barbero decente – le corta Rascador, con un tono seco e hiriente que el alcalde acusa con el debido suspiro.
- Dejadlo los dos – ordeno más molesto que enfadado.
Esperaba que nos contratasen sin demasiados problemas. Estúpido de mí.
Salimos del edificio justo cuando un guardia mortalmente pálido hace una entrada poco digna y apresurada. Mi viejo instinto huele problemas como si fueran un leve dolor de cabeza.
- Erizo. Queremos saber.
- No hay problema Ronco.
- Estaremos en alguna taberna.
Tanteo la bolsa que escondo bajo la camisa mientras Erizo se desliza de nuevo en el interior del edificio. No creo que le cueste mucho averiguar lo que está ocurriendo. El grosor de la bolsa es descorazonador, está prácticamente vacía, pero habrá suficiente para unas rondas.

El nombre de taberna le queda grande a este tugurio infecto. La mugre y el hollín compiten por cubrir todo lo que está al descubierto. Creo que la mugre gana de forma aplastante. Las paredes y el techo amenazan con desplomarse en cualquier momento, sensación que se ve incrementada por el crujido de unas vigas que parecen invitar a la carcoma y a las termitas.
La parroquia tampoco es la flor y nata de la sociedad de Arboleda. Varios hombres con pinta de estibadores engullen un viscoso líquido que el dueño insiste en llamar sopa de pescado. El olor ha hecho que nuestros rugientes estómagos enmudecieran de inmediato. En la esquina hay una figura sombría con el embozo de la capa cubriéndole el rostro. Lleva la capucha calada hasta las cejas, pero no puede evitar que unas sospechosas protuberancias deformen la tela. Elfos, siempre amantes del misterio.
- ¿Crees que Erizo vendrá con algo jugoso, Ronco?
- No lo sé Tejo. Esperemos a que vuelva.
Rascador mata el rato zurciendo una de sus calzas. La verdad es que es más hábil con la aguja que con el arco o la espada, pero es un buen tipo. Le conozco desde hace algún tiempo, cuando ambos éramos jóvenes dispuestos a conquistar el mundo.
- Podríamos ir al sur. He oído que hay magos que alquilan músculos sin hacer demasiadas preguntas.
- No lo sé Moneda. Ya veremos.
Hace mucho que no vamos por el sur. Tengo mis propias razones. Los magos son sólo una de ellas.
- No me gustan los Arcanos Moneda – confieso con un hondo suspiro.
- Pero pagan bien. Y a tiempo.
- Nunca lo suficiente.
La intervención de Petaca nos sorprende a todos. Hasta el momento lo único que ha hecho es beber una cerveza tras otra, manteniendo ese estado de eterna ebriedad que parece ser su forma de vida. A veces me da miedo. Una persona capaz de tumbar a un orco a base de licor de seta amarilla, sin caer en la inconsciencia, tiene algo que esconder, y gracias a los dioses no tengo ni la menor idea de lo que es. Pero es buena con las flechas, de eso no hay duda. Incluso ebria. Sus cabellos rubicundos, cortados en media melena, ocultan una mirada vidriosa de tonos ambarinos, perdida en una lejanía que ninguno de nosotros ha logrado vislumbrar.
- Podíamos probar – insiste Moneda.
- Esperemos a ver qué dice Erizo. Luego decidiremos.
Rascador guarda la aguja con un suspiro.
- ¿Cómo andamos de fondos?
- Mal. Estás bebiéndote lo último que queda.
- Hay que conseguir algo pronto Ronco.
Asiento sin abrir la boca al comentario de Tejo. La chusma que comparte mi vida son mis amigos, y aún no he sido capaz de darles un trabajo decente desde que acabaron las guerras de la estaca. Demasiados mercenarios se han quedado con un palmo de narices desde entonces. Mucha oferta y poca demanda. Pensé que en una zona tan alejada habría más posibilidades, pero me equivoqué. Podríamos haber entrado al servicio de algún noble adinerado, pero mi orgullo decidió por mí. Esa clase de trabajos pone comida en la mesa, pero no permite destacar sobre los demás. Necesitamos una aventura, una que nos llene los bolsillos de gemas. Que nos dé de comer por lo menos.
Sé que Rascador seguirá a mi lado mientras Tejo lo haga, ambos son como mis hermanos. El caso de Moneda es distinto. Posiblemente su juventud la impulse a buscar emociones más fuertes que las que nosotros podemos proporcionarle. Su coleta cobriza se agita a un lado y a otro mientras intenta ahuyentar a la legión de moscas que campea por el local. Petaca es insondable. Hace tres años me preguntó si podía trabajar para mí, y eso ha sido todo hasta el momento.
- Ahí vuelve Erizo – apunta Tejo.
Moneda casi no puede evitar la ansiedad que le corroe. La posibilidad de encontrar dinero fácil es un canto de sirena demasiado tentador para ella. Erizo toma una silla y se sienta con un crujido de madera ominoso. Alguien debería decirle que quite las púas que decoran sus protecciones de cuero, pero no seré yo quien lo haga. Tiene peor genio que un enano exiliado, si tienes en cuenta que es un enano exiliado.
- ¿Qué has descubierto Erizo?
Hace un gesto teatral para atraer la atención de todos. Mi querido y encantador Erizo.
- ¿Dónde está mi cerveza? No iréis a hacerme hablar con el gaznate seco.
Nadie tiene valor para decirle que no hemos pedido una para él. Moneda le pasa su taza de peltre, prácticamente llena. Bebe para darse importancia, y por imitarnos, pero siempre he sabido que el alcohol no le gusta.
- Gracias – dice Erizo después de tragar todo el líquido de golpe.
Nueva pausa dramática. Los ojos de todos están clavados en su rizada barba, aguantándonos las ganas de darle pequeños tirones para que se arranque a hablar.
- Vamos hombre, suéltalo ya. Antes de que a Moneda le dé un ataque.
Rascador es el único que entiende a la muchacha. También tiene avidez de tesoros, pero sus motivaciones son diferentes. Desciende de un linaje caído en desgracia, y tiene como misión en la vida devolverle el esplendor y la gloria de antaño.
- Al parecer han perdido un barco.
- ¿Un barco, cómo se pierde un barco? – pregunta Tejo con cara de confusión.
- ¿Eso es todo, un barco perdido? Bah.
- Calma Moneda, déjale terminar – le recrimino haciendo un gesto con la mano.
Silencio. El brillo en los ojos de Erizo me indica que hay mucho más, pero el muy canalla nos va a hacer sudar antes de contárnoslo. Cuando el coro de gruñidos cesa, Erizo se aclara la garganta.
- Recibieron una paloma mensajera hace unos días. Al parecer era de un barco con un cargamento valioso. Debería de haber llegado hace tres días.
- ¿Qué clase de cargamento, cuánto vale?
- No lo sé Moneda, se me olvidó preguntárselo al alcalde.
- Vale chicos, no hace falta ponerse quisquilloso – intento mediar.
Moneda mira con ojos furiosos a Erizo. Al retorcido humor del Enano le encanta pinchar a la muchacha.
- ¿Qué hacemos entonces?
- No lo sé Tejo. Estoy pensando.
Petaca me mira como si pudiera oír el ruido de los engranajes de mi cabeza.
- Cualquier cosa que nos saque de este apestoso agujero.
- Estoy de acuerdo Petaca. La cuestión es si debemos inmiscuirnos en los asuntos de la ciudad. Igual no se lo toman bien.
- ¿Y qué van a hacernos, obligarnos a que les paguemos unas rondas? – barbota Erizo.
- Podríamos ir a echar un vistazo a la costa. Si ha encallado o naufragado aún quedarán restos. No perdemos nada.
La proposición de Rascador parece tan buena como cualquier otra. Se nos acaban las opciones. Además siempre podemos continuar hacia Coral, la ciudad más cercana, tendríamos que atravesar la costa de todos modos.
- Decidido pues – concluyo – Rascador, Petaca, id a ensillar los caballos. Erizo, tú y Moneda intentad averiguar algo en los muelles. Nos reuniremos aquí dentro de tres horas.
- ¿Y nosotros dónde vamos Ronco?
- A rezar Tejo. A rezar.

lunes, 5 de noviembre de 2007

La compañía negra

Descubrí a Glenn Cook hará cosa de cinco o seis años, y desde entonces soy un incondicional de su obra, uno que lamenta enormemente que los gustos literarios de este país no hayan cambiado lo suficiente como para traducir la ingente obra de este genial autor, y tratarla como se merece, en vez de publicarse con cuentagotas, haciendo de la espera algo insoportable, que sólo se convierte en llevadera aplicando el bálsamo de la relectura.

El primer libro que tuve de él se llama la Primera crónica. Lo ví en la estantería de unos grandes almacenes y en seguida me quedé prendado de la cubierta. Ni más ni menos que ilustrada por Luis Royo, quien pudiera tener una portada suya adornando las obras de uno, dándole el suficiente toque oscuro y elegante para atraer mi atención. Le eché un vistazo a la sinopsis, que siempre me gusta leer aunque desconfíe de ellas, pues son como los trailers del cine. La mayoría no tiene nada que ver con el contenido real, pero como reclamo son una genialidad. Me gustó la frase: ...un grupo de mercenarios envueltos en toda clase de fregados...

Aquello prometía un estilo socarrón y bravucón, pendenciero en léxico y argumento, pero no exento de una ternura soterrada que ha hecho las delicias de cualquiera que tenga el privilegio y la suerte de haberlas leído.

Cada poco tiempo, enrolo en la compañía, bajo el estandarte de Lamprea y Murgen, admirando a Matasanos y desconfiando al tiempo que ansío las apariciones y peleas de Goblin y Un-Ojo. Viajo con ellos por las ciudades Joya, por el imperio del norte donde gobierna la Dama con sus tomados, por los desiertos aullantes y muchos otros lugares, participando de los mismo anales que tanto me gusta leer. Observo con atención a la vieja guardia, y ansío el día en que me dejen echar unas manos al Tonk, aunque pierda toda mi soldada con las trampas de Un-Ojo. En fin, incluso llegué a enamorarme platónicamente de la Rosa blanca, ya ven ustedes, y he hecho de Cuervo más de una contraseña, por ser el personaje más oscuro y trágico a la vez, con una épica sin embargo muy familiar y tranquila, casi resignada con media sonrisa esbozada en las comisuras. Sonrisa que aún no he decidido si es amarga o sólo un reflejo, pero creo que precisamente es esa indecisión en la definición, lo que la hace entrañable.

Animo a cualquiera a que se haga con un ejemplar, o que busque escritos y lea un poco. Son simplemente geniales, y no tienen nada que ver en absoluto con los héroes archiguapos y ultraconocidos al que acostumbra la literatura de fantasía. Imaginen una legión como la nuestra, con cabra y todo, pero como antes, es decir, abarrotada y conformada por la chusma que prefiere dejarse la piel en una lucha, antes que dar con sus miserables huesos en la cárcel. Sazonen la historia con un sarcasmo eficaz y lúcido, casi amigable, y podrán hacerse una idea.
De momento, que yo conozca hay publicados en castellano siete libros de la serie, Dos trilogías y una obra suelta concretamente, y todas son memorables, palabrita del niño Jesús.
Si quieren quedar bien estas navidades, o si desean pasar un rato agradable con algo entre las manos que tenga hojas, no duden ni un segundo.
Me lo agradecerán.